26/1/11

Chávez

Populismo, globalización, militarismo, etc. forman parte del pensamiento de Chávez, aúna esos elementos para propagarse por su querida Venezuela, la Venezuela de su loado y alabado Simón Bolívar, así como por el resto del panorama internacional.

Chávez personaje de fuerte personalidad, humorista inalcanzable, e incluso, porque no, tal vez, algo inteligente, bueno, más bien listo, ha sabido utilizar el petróleo como moneda de cambio en su política, además se ha rodeado de “grandes amigos” en su lucha contra el “Imperio Yankee” y eso le ha facilitado entrar en la cúpula de la izquierda latina, que gracias a que los EEUU han estado entretenidos en su cruzada personal contra algunos países de Oriente, han podido ascender regímenes de índole izquierdista en Suramérica, por lo que dichos regímenes han establecido acuerdos de ayuda mutua. Es el caso de Chávez, podríamos decir, que es el abanderado de América Latina.


Aún cuando las experiencias más recientes hacen del disenso un patrón de conducta regular en el campo de los asuntos exteriores, la diplomacia venezolana continúa cumpliendo con las obligaciones y compromisos adquiridos por gobiernos previos; no sin que deje de mencionarse la necesidad imperiosa de mantener incólumes las identidades nacionales o, lo que es igual, los componentes fijos de la política exterior. Así, más allá de la predisposición respecto del neoliberalismo, la globalización o el libre mercado –y su principal promotor, los Estados Unidos–Venezuela ha debido seguir negociando indefectiblemente bajo esos parámetros. Normativamente, estas circunstancias pondrían de manifiesto una tensión importante entre el carácter petrolero del país y los principios revolucionarios propugnados por sus clases dirigentes.

Sin embargo, la disociación entre estos dos factores podría suponer, hasta cierto punto, una estrategia preconcebida. Venezuela había proyectado siempre tres alineamientos centrales en su discurso oficial: el primero, referente a las relaciones de amistad con Estados Unidos, sobre la garantía del suministro petrolero; el segundo, orientado hacia la fomento de la inversión internacional; y el tercero, referido a la defensa de la paz internacional.

La clave para entender cómo se intentaba articular la distancia entre ambos elementos era plantear que Venezuela y, en general, los países subdesarrollados o del Tercer Mundo habían sido tratados con desdén y propósitos de subordinación por parte de los países desarrollados; pero si se recuperaba un tratamiento respetuoso y equitativo, el signo de las relaciones cambiaría en esa misma medida. El argumento central era que las fricciones con Estados Unidos resultaban de un quebrantamiento a la soberanía nacional y que, una vez superado este escollo, y habilitado el camino para establecer una ligazón entre iguales, las posibilidades de instituir un esquema cooperativo serían mucho mayores.

La única manera de lograr tales fines sería mediante la creación de polos de poder alternativos, en los que quedara desplazada la tradicional hegemonía estadounidense y de los productos de su dominación. Para el proyecto revolucionario de Chávez, destruir la supremacía de los Estados Unidos significaba –y aún significa– hacer escombros al sistema internacional prevaleciente. Como es comprensible, Venezuela, país de rango medio y con una influencia relativa en el mercado petrolero mundial, no posee las condiciones de fortaleza para cumplir con tan monumental cometido y menos cuando una porción importante de los países latinoamericanos se rehúsan a formar parte de tan atrevida provocación. A diferencia de Chávez, el resto de sus homólogos en el hemisferio sólo estarían dispuestos a formular observaciones que auparan un cambio en el trato de Estados Unidos hacia ellos. En otras palabras, tenían la voluntad y la responsabilidad de adoptar posiciones firmes frente a los abusos, para exigir correcciones en las conductas tendientes a provocar desacuerdos, pero nunca amparados en una confrontación permanente y agotadora.

El gobierno venezolano, por su parte, entendió que debía unirse a otros miembros de la comunidad internacional para modular su lucha en el marco de una concurrencia «natural» de intereses. La pregunta, entonces, gira en torno a la naturaleza de estos principios o puntos de conexión. ¿Constituyen la posición de un Estado o la de un gobierno? ¿Han sido construidos en función de un consenso nacional? ¿Encarnan el sentir de la patria y de su pueblo? ¿Surgen estos supuestos de una modificación sustantiva en las identidades?. Y de ser así, ¿resultan esas identidades válidas si no cuentan con el concurso de todos los sectores del país en su redefinición? Estas y muchas otras interrogantes giran en torno a la legitimidad y vigor de la política exterior.

En último término, la política exterior de Chávez ha mantenido la modalidad de dos vías, algo equiparable a lo que fuere la política de «dos manos» animada durante la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez (1989-1993): sea esto, el mantenimiento de diversas identidades en los más variados escenarios, pero con el agravante de construir una ruta alterna de corte hostil y radical. Otro elemento que se mantiene constante, derivado casi naturalmente de lo anterior, es el tradicional hiperactivismo diplomático. El Ejecutivo mantiene vigente su derecho a la máxima representación del Estado, del ius representationis omnimoda, en todas las giras internacionales y otros eventos. Y más allá de referir el depositario real de estas atribuciones, no puede soslayarse la cantidad ingente de viajes que se han efectuado desde 1999, en los cuales se ha recorrido una vasta extensión del planeta.

Encontramos, entonces, a una administración que altera las «ideas fuerza» de la política exterior: promueve una democracia participativa, propone la construcción de un mundo multipolar, esgrime duras críticas contra las tendencias globalizadotas y el capitalismo (aún cuando es parte de ambos procesos), fomenta el establecimiento de una alianza militar distinta a la fijada por el TIAR (Tratado Interamericano de Asistenta Recíproca), anima un acercamiento extremo a la órbita de la OPEP y un distanciamiento patente de los Estados Unidos. Desarrolla así una acción internacional con líneas conceptuales y doctrinarias radicales, de base no consensuada, contenido discrónico y orientación anti-occidental.

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